PRIMERA LÍNEA

Bartomeu C. Moragues Jordà

Del Teatro de la Comedia a Palma. 29 de octubre de 1933

El eco de José Antonio en los primeros falangistas mallorquines

A punto de cumplirse el nonagésimo segundo aniversario de aquel acto que el diario La Nación anunció el 28 de octubre de 1933 como una “afirmación españolista” en el Teatro de la Comedia de Madrid, vale la pena detenerse un momento y volver la vista atrás. Aquella jornada, que para algunos fue el acto fundacional de Falange Española y para otros la presentación pública y oficial de José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia en la vida política del país, marcó el inicio de una trayectoria que pronto llevaría al joven abogado a obtener un escaño en las Cortes por Cádiz, dentro de una coalición conservadora de signo monárquico y al inicio de su transitar en busca de un movimiento político que culminaría tras la fusión con las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista de Ramiro Ledesma y Onésimo Redondo en la creación del movimiento nacionalsindicalista español.

España vivía entonces días convulsos. La Segunda República atravesaba una etapa de crisis económica y polarización ideológica. Los partidos tradicionales sufrían una profunda desconfianza por parte del pueblo, mientras crecía el temor ante el avance de los movimientos revolucionarios y totalitarios marxistas y anarquistas. En ese contexto, el acto del Teatro de la Comedia no fue un mitin más. Se convirtió en un acontecimiento que despertó una enorme expectación: la prensa de Madrid informó de que las localidades se habían agotado, y la organización recurrió a una novedad técnica que mostraba ya la modernidad del mensaje que se pretendía transmitir: la retransmisión radiofónica a través de Unión Radio Madrid (EAJ-7), para que toda España pudiera escuchar los «discursos a toda España por medio de sus distintas estaciones»

A través de la red de emisoras asociadas —entre ellas Radio Barcelona (EAJ-1) y Radio Valencia (EAJ-3)—, las palabras de Alfonso García Valdecasas, Julio Ruiz de Alda y, sobre todo, José Antonio Primo de Rivera cruzaron el país. Sin embargo, debemos imaginar las condiciones de aquel momento. La radio, en 1933, era todavía un medio joven. Existían unas veinticinco emisoras activas y en torno a 200.000 receptores legales, a menudo compartidos por familias o cafés. La calidad del sonido era irregular, las interferencias frecuentes y la recepción dependía tanto del tiempo atmosférico como de la pericia de quien manejaba el aparato. Escuchar un discurso completo y nítido podía ser casi una proeza.

Si el acto madrileño tuvo repercusión inmediata en ciertos círculos peninsulares, su eco en Mallorca fue mucho más tenue, aunque con el tiempo se demostraría duradero. En la isla, un reducido grupo de jóvenes —Antonio Nicolau, Nicolás Siquier, Nicolás Garau, Juan Crespí, Jaime Mulet, Juan Bárbara y algunos camaradas del pueblo de Campanet— comenzaron a interesarse por aquellas ideas nuevas que llegaban con fragmentos de discursos, artículos de prensa y rumores.

Para ellos, conocer de primera mano lo que había ocurrido en el Teatro de la Comedia no era tarea sencilla. Mallorca seguía siendo, en muchos aspectos, un territorio aislado. Las comunicaciones con la Península dependían casi por completo del transporte marítimo, y los trayectos —según el puerto de destino y las condiciones del mar— podían durar entre ocho y quince horas. Los enlaces aéreos eran todavía experimentales. Desde el aeródromo de Son Bonet, operativo desde 1921, al que volaban los trimotores Fokker F. VIIb o Junkers Ju 52, o del mismo puerto de Palma, donde partían o llegaban, de forma irregular, algunos vuelos desde Barcelona o Valencia, operados por los hidroaviones tipo Dornier Wal con velocidades que hoy nos parecen más propias de un tren que de un avión.

En esas condiciones, la transmisión de ideas se convertía en una auténtica odisea. Los discursos se recibían con interferencias, los periódicos llegaban con uno o dos días de retraso y los ejemplares peninsulares eran casi objetos de deseo. Las publicaciones locales —La Almudaina, Correo de Mallorca, El Día y Última Hora— hacían lo posible por mantenerse al tanto de la actualidad nacional, pero muchas veces dependían del correo postal o de las planchas tipográficas enviadas desde la Península por mar o, en casos urgentes, por avión.

En ese contexto, la llegada a la isla de los ecos del acto fundacional de Falange Española fue, más que una transmisión, una aventura. Había que esperar a que la prensa reprodujera los discursos, confiar en que el vapor llegara a tiempo y que la noticia no se perdiera en el camino. A veces bastaba una breve crónica, un comentario editorial o una cita truncada para despertar la curiosidad de aquellos jóvenes que, sin haber oído directamente a José Antonio, empezaban a sentirse interpelados por su mensaje.

Conviene recordar que, en la España de los años treinta, la palabra —escrita o radiada— era el principal vehículo de las ideas. No existía aún la inmediatez informativa ni la multiplicidad de medios que hoy damos por sentados. Cada discurso público, cada editorial, podía tener un impacto profundo, porque era escaso, esperado y comentado durante días.

Los discursos de José Antonio, cargados de idealismo y de un tono moral poco habitual en la política de su tiempo, resonaron especialmente entre los jóvenes que se sentían desorientados ante la deriva de la República. Y aunque la distancia geográfica y la precariedad técnica hicieron que en Mallorca su eco llegara atenuado, el mensaje consiguió cruzar el mar.

El hecho mismo de escuchar una emisión radiofónica procedente de Madrid o de leer un periódico llegado de la Península era, para muchos, un acto de conexión con el resto del país. En cierto modo, informarse era ya una forma de participación política, un gesto de compromiso en tiempos de incertidumbre.

El acto del Teatro de la Comedia, se llegaron a reunir unas 2.000 personas, fue un acontecimiento madrileño y todo un éxito, pero su resonancia traspasó fronteras físicas y simbólicas. En Mallorca, su eco encontró oídos atentos entre un puñado de jóvenes que, con más entusiasmo que medios, trataron de comprender y difundir lo que apenas habían podido oír o leer.

Antonio Nicolau, Nicolás Siquier, Nicolás Garau, Juan Crespí, Jaime Mulet, Juan Bárbara y los camaradas de Campanet representan ese primer impulso falangista en la isla: un grupo pequeño, sin recursos, pero animado por la voluntad de participar en algo que intuían trascendente. Su empeño muestra hasta qué punto las ideas, cuando prenden en una generación, pueden superar las limitaciones materiales y geográficas.

Así, aquel discurso pronunciado en un teatro madrileño y retrasmitido por una radio de alcance incierto logró cruzar el mar, filtrarse entre interferencias y retrasos postales, y sembrar en Mallorca las primeras semillas de un movimiento que buscaba dar sentido político a una juventud desorientada. Porque, a veces, la historia no se escribe con hechos inmediatos, sino con ecos que viajan despacio, pero que logran calar y perdurar.

 


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